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Este es uno de mis extractos favoritos del libro “Comer, Rezar, Amar” de
Elizabeth Gilbert.

¿Quien no se ha sentido identificado alguna vez con esta escena?... En un

mar de circunstancias amorosas por las que uno pasa a lo largo de la vida
y nos deja huellas imborrables atadas a lecciones de vida, lo cual tambien

nos engradece.

El verano pasado cuando viajaba en el tren de Viena a Budapest, mi ima-

gen de pronto se reflejaba en la ventana haciéndome recordar lo extraños

que habian sido mis últimos días, con la sensibilidad a flor piel con respecto
a esa persona “Él” que llegó a mi vida, y ahora sería tal vez, la última

ocasión que hablaríamos, después de tantas veces quereriendo mantener

un mínimo contacto sin sentido, sin naturalidad, queriendo forzar algo que
quizás no estaba escrito, en un último recurso desesperado por robarle a

la vida algo que no fluía, sin darme cuenta de cuanto daño me hacía, sin

darme cuenta de era mejor dejarlo así, al fin y al cabo nada bueno dejaba

ya en mi paladar, sus sabores de miel son muy efímeros comparados con
sus amargos sabores largos y angustiosos que parecen no tener fin, de-

jando en mi cabeza, mi alma y vida solo destellos de soledad que

atraviesan mi ser. He llorado y aunque no quiero hacerlo mis ojos siguen
humedeciendose a su recuerdo y en este momento.

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